Leo en una revista norteamericana que la gente madura se ‘ve’ una media de quince años más joven de lo que es y que el 96 por ciento de los hombres y las mujeres de más de 55 años se consideran no sólo más activos que diez años atrás, sino dispuestos a iniciar un trabajo, un negocio e incluso unos estudios. Estos alentadores datos contrastan cruelmente con la realidad. Y ésta es que vivimos en una sociedad en la que el culto a la juventud es tan exagerado que se prescinde de las personas a una edad mucho más temprana que nunca en la historia. Así, aun antes de que la crisis proyectara su alargada sombra sobre nuestras vidas, ya existían jubilaciones anticipadas que afectaban –increíble, pero cierto– a personas de apenas cuarenta y ocho años. Para justificar estas regulaciones se suelen aducir razones tan peregrinas como que trabajadores maduros resultan muy caros o que por el precio de uno pueden tener a dos personas jóvenes y mucho más activas. También se alega que los ‘viejos’ son muy resabiados y poco dúctiles, que tienen demasiados catarros al año (sic) y que toman demasiado café (sic, sic). Consecuencia de todo esto es que una persona que tiene la desgracia de perder su trabajo pasados los cuarenta casi puede darse por muerto desde el punto de vista laboral porque la moda de contratar jóvenes hace que sus servicios no interesen a nadie. Y, sin embargo, el sentido común nos indica todo lo contrario. A poco que uno mire a su alrededor puede comprobar que un trabajador de más de cuarenta años tiene infinitas ventajas sobre un pipiolo de veinte. Para empezar, no suele perder tiempo y dinero de la empresa descubriendo el Mediterráneo o inventando la pólvora. Porque frente a la juventud de un muchacho, una persona de más de cuarenta años tiene algo invalorable llamado experiencia que, si se midiera puramente en términos fríos y económicos, se traduce en menos errores, menos meteduras de pata. Pero existen, además, otras muchas ventajas evidentes. Una persona que se acerca a la `cincuentena´ no suele solicitar largos permisos por maternidad o paternidad y, si es mujer, tiene casi nulas posibilidades de quedar embarazada o de sufrir síndrome premenstrual. Y a todas estas ventajas hay que añadir, además, una derivada del tan injusto prejuicio que existe hacia los trabajadores maduros. Precisamente por estar en desventaja, ellos trabajan con más entrega y desde luego con mucho más entusiasmo que un joven para el que, como es lógico y normal, sus motivos de satisfacción principales están más en ligar e irse de marcha con los amigotes y no tanto en su trabajo. Por todas estas razones no me extrañaría que muy pronto los empresarios más avispados empiecen a darse cuenta de que existe un filón en contratar personas maduras, entre las que no hay que olvidar se cuentan muchas mujeres que desean volver a la vida laboral tras un largo paréntesis tomado de forma voluntaria (o no tan voluntaria) para ocuparse de sus hijos. Es muy fácil comprobar que entre estas personas el nivel de entusiasmo y dedicación es enorme y su absentismo mucho menor que el de una mujer más joven, ya que no tiene que compatibilizar obligaciones familiares con dedicación profesional. Que los mayores de 55 años son un segmento de la población muy a tener en cuenta es algo que la publicidad, que siempre suele anticiparse a las tendencias y necesidades de la sociedad, ha detectado hace ya tiempo. La juventud se ha estirado de tal forma que una persona de 50 equivale a una de 30 de hace unos años. Por eso, proliferan cremas anunciadas por talluditas como Sharon Stone o incluso Jane Fonda. Existen también viajes, revistas, discotecas y tiendas dedicados a mayores, puesto que se sabe que son personas activas con muchas ganas de vivir, de trabajar, de crear. Por eso me gustaría que este artículo sirviera de reflexión sobre el problema laboral en este segmento de edad. Y que dicha reflexión no se haga en términos altruistas ni solidarios, sino por puro pragmatismo e interés económico. En otras palabras, por sentido común, que, como ya sabemos, es el menos común de los sentidos.
Carmen Posadas
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