Repasando la historia contemporánea de España podemos observar una repetida serie de bancarrotas, esfuerzos más o menos productivos por poner orden en la Hacienda, moderados resurgimientos… Los periodos de prosperidad y cierto progreso social condigno no nos duran nunca tanto como quisiéramos. Cuando empezamos a respirar, la economía atrapa un garrotillo que nos deja temblando. Desde el siglo XVIII, por no ir más atrás, España tiene un problema estructural de pobreza, o de falta de trabajo –lo que en la mayoría de las ocasiones viene a ser lo mismo–, al que ya se enfrentaron en su tiempo los ministros «ilustrados» y los gobiernos liberales del XIX. En 1935, de una población de 11 millones de españoles, sólo 3 millones contaban con recursos suficientes para llevar un nivel de vida confortable, o elevado. Los 8 millones restantes eran campesinos sin tierra, aparceros, obreros… La pobreza ha estado en la base de las inquietudes «revolucionarias» de las masas depauperadas. España se sumó tarde, aunque a su manera, al invento del «Estado de Bienestar», no participó en las guerras mundiales y fue ajena a los esfuerzos de las potencias europeas por calmar con «beneficios sociales» a una población exhausta por las contiendas bélicas y las recesiones. Da la impresión de que la vieja Europa siempre supo que el trabajo es el privilegio principal del Estado del Bienestar, mientras España se ha contentado con subsidiar el desempleo y aceptarlo como lacra histórica. En el siglo XXI, el trabajo será uno de los bienes más escasos. La mundialización de la economía, la crisis de deuda y nuestros propios defectos en el mercado laboral agudizarán el problema del paro estructural. Necesitaremos mucha imaginación para salir airosos de ésta. (Pero se puede).
Ángela Vallvey
FVA Management - Blog
Félix Velasco
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