Esto es el fin, muchachos. Hasta aquí hemos llegado. Ahora, se acabó el chollo. Como una desierta mansión a punto de desmoronarse, sólo criadero de telaraña y polvo, sólo oquedad donde la voz rebota sin respuesta, así es el Estado hoy en España: ausencia. No de Gobierno. No sólo. La ausencia de Gobierno es trivial y aun deseable. Siempre que los engranajes del Estado giren: así Bélgica, donde las cosas van tirando, si no mejor al menos no peor, al cabo ya de un año de interregno. El drama español nace de haber constatado hasta qué punto lo trazado en la transición era un no-Estado. Y cómo, llegado el momento de emergencia —único en el cual un Estado se hace de verdad imprescindible—, nada hay a lo cual echar mano para contener el desguace. No hay una sola articulación institucional que no cruja. Ni una norma legal que no esté supeditada al arbitrio voraz de los poderes locales. Y los lectores de Edgar Allan Poe se despiertan en un fiel remedo de la «Casa Usher», este edificio fantasmal que ahora agoniza con todos sus habitantes dentro. Y hay que evocar la brillantez cínica del más grande de los diplomáticos florentinos del Renacimiento: no es gran cosa que un país muera, todo en este mundo es efímero, las naciones también; lo fastidioso es que la nación se te caiga encima. Difícilmente sobrevive nadie a ese cataclismo.
Y todos huyen. Es bien lógico. ¿Quién podría reprochárselo? Moratinos se afanó sin exito en prolongar en la FAO la cadena de minuciosos desastres con los cuales contribuyó a hacer de un país que hasta entonces era Europa tercer mundo. Aído, de flamenco en hilaridad de género, va a desembocar ahora en una bonita sinecura de corrección política en la ONU. Puede caerse el Estado, ¿qué más da, siempre que el sueldo de quienes gobernaron sobreviva? La carrera de ministros, ex ministros y curiosos gerifaltes socialistas en busca de su Eldorado vitalicio no ha hecho más que empezar.
¿Cómo voy a reprochárselo? Los ciudadanos comunes hemos ido aprendiendo algún oficio o artesanía, mediante cuyo ejercicio ir ganándonos la pitanza. Lo fascinante de España es que –en apabullante porcentaje– los profesionales de la política jamás tuvieron oficio. Ni artesanía. En lo que al PSOE concierne, ese modelo se eleva a caricatura. Es el modelo Pajín-Aído: venir al mundo con carné del partido en los pañales y sueldo de aparatchiki de por vida. No es necesario ni que aprendan a hablar. La analfabetización de la política —que es el rasgo más diferenciador de la era Zapatero— nace en eso: el angelismo, que nos llevó a la ruina y a la voladura del Estado, es la variedad pura del infantilismo. De in-fans: el que no sabe hablar, el iletrado. ¿Por qué sonríe el ángel? Porque es bobo. No hay misterio.
Un ejército de ganapanes socialistas se ha quedado ya en la calle tras la derrota en autonómicas y municipales. Un ejército aún mayor irá de bruces a la nada, cuando las elecciones andaluzas cierren la etapa de mayor corrupción clientelista en la España moderna. Nadie llorará por la bancarrota de pequeños concejales o falsos funcionarios, que vivieron sin dar jamás un maldito palo al agua. Hasta aquí llegó el mar, se acabó el chollo. Los de arriba, como siempre, ponen su cartera a salvo.
Gabriel Albiac
Félix Velasco - Blog
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