Existen ciertas expresiones que, cuando se generalizan, coadyuvan a crear reacciones colectivas que en una democracia sirven para bloquear una política económica racional. Es preciso, por eso, combatirlas una y otra vez. Recientemente, con motivo de una reunión en Intereconomía, una persona, inteligente por otro lado, me dijo: "El papel fundamental del empresario es crear empleo". Le repliqué de inmediato que el papel fundamental del empresario era intentar obtener los mayores beneficios posibles. El papel complementario y obligatorio del Estado era el que eso lo hiciese en el marco de una economía libre de mercado, y que, en último caso, eso es lo que provocaría el aumento del empleo. Añadí que el empresario –y sobre esto existe un precioso artículo periodístico de Milton Friedman– no es en muchas ocasiones dueño de su negocio. Los dueños son los accionistas –recordemos el trabajo de Berle y Means sobre las disparidades entre la propiedad y el control de las empresas un poco importantes– y tiene que proporcionarles los mayores dividendos posibles. Otra cosa es que, de su dinero, y llevado de su buen corazón, pueda hacer lo que desea, lo mismo que todos y cada uno de los accionistas.
Otra frase –esta vez leída en unas declaraciones de un catedrático de Estadística Actuarial de la Universidad Complutense– me preocupa: "La situación está mal pero no podemos caer en el derrotismo. La historia demuestra que de todas las crisis se sale". O no se sale. Ejemplo próximo: España, en el siglo XVI, logró una opulencia creciente e incluso –había razones para ello, como señaló Tomás de Mercado– parecía que iba a asumir el liderazgo económico mundial. Pero desde finales de ese siglo, y a lo largo del XVII, se hicieron tan mal las cosas que la crisis se hizo permanente. Habría que decir que ésta llegó hasta 1959. Otro ejemplo es el ruso. Sigue sin regenerarse de la crisis que se instauró en su economía cuando, tras Witte y compañía en el Ministerio de Hacienda, y a pesar de las afirmaciones de Mackinder sobre "la isla mundial", abandonó el camino posible para ser una gran potencia económica, y hace un siglo pasó a tener tal conjunto de conmociones económicas y sociales que aun no se ha recuperado.
¿Y qué decir de Japón? Como consecuencia de una especulación inmobiliaria fortísima –que alcanzó cifras tales como que la superficie en Tokio del Palacio Imperial valía tanto como el suelo de todo el estado de California–, de una especulación bursátil que hizo creer a muchos nipones que las cotización podían llegar al cielo, y de un sistema financiero y un Ministerio de Industria y Comercio Internacional no precisamente perfectos, después de la crisis de hace veinte años aun no se ha repuesto. Y no podemos ignorar el caso de Argentina: en 1942, Colin Clark profetizaba en The Economics of 1960 un porvenir espléndido. Su crisis, iniciada en 1930 –caída de Yrigoyen y llegada de Uriburu– perdura aun bajo Kirchner.
No quiere decir esto que la humanidad, en su conjunto, y gracias a la Revolución Industrial, no viva ahora en 2011 mejor que en 1961, y en 1961 mejor que en 1911, y así sucesivamente; y esto igual en Estados Unidos que en Tanzania. Pero esto nada tiene que ver con salidas, o no, de las crisis.
La liquidación de las frases peligrosas, que orientan hacia direcciones populistas, fáciles, aparentemente cómodas, es una de las obligaciones de los economistas. Y no debe importarnos hacer de aguafiestas. Aunque se les llame antipatriotas o servidores de una "ciencia lúgubre", no deben cejar en esa tarea.
Juan Verlarde es catedrático emérito de la Universidad Complutense de Madrid
Juan Valverde
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