jueves, 27 de diciembre de 2012

Nómadas

Nos costó milenios de evolución a los humanos pasar de la trashumancia a la vida sedentaria, pero han bastado tres años de crisis sostenida para convertirnos nuevamente en nómadas, condenados a vagar en busca de nuevos pastos o morir de inanición. Hablo en términos metafóricos, por supuesto. No me refiero a pastorear rebaños a través de planicies esteparias, sino a interiorizar con naturalidad la idea de que tendremos que movernos nosotros allá donde surja una oportunidad de trabajo, las veces que haga falta, y no confiar, como hasta ahora, en la placidez de un empleo vitalicio. Salir a buscar la caza, emulando a nuestros antepasados, en lugar de echar raíces en la seguridad de que, llegado el momento de recoger, brotará la cosecha sembrada. Ya no hay siembra que valga para garantizar el sustento. Se acabó el tiempo de las certezas. Es hora de asumir un cambio de hondo calado, sin precedentes en la Historia reciente, que requerirá de una enorme capacidad de adaptación por parte de todas las estructuras que conforman nuestra sociedad: desde la pareja, base de la familia, sometida al constante estrés de dos trayectorias laborales a menudo incompatibles, hasta las redes de asistencia a las personas mayores.
En una Nación como España, tan dada a la vocación funcionarial, tan poco admiradora del espíritu empresarial, tan aferrada a la tradición y tan dada a las organizaciones monolíticas dentro de las cuales vence el que más aguanta, esta revolución no podía ser incruenta. Aquí mudarse de barrio es considerado un problema; irse a otra ciudad, poco menos que una tragedia, emigrar allende las fronteras patrias, el último recurso de quien ha agotado todas las demás alternativas, incluidos, por supuesto, los dos años de subsidio de paro que por ley corresponden a cualquier trabajador por cuenta ajena. Aquí «aventura» es un vocablo cargado de connotaciones negativas, salvo que se refiera al ámbito literario. Los únicos idiomas que hablamos con fluidez son el español y la lengua vernácula, como demuestran uno tras otro todos los presidentes de Gobierno habidos desde Franco. A los españoles nos gustan las viviendas en propiedad, las plazas en propiedad, los escalafones... todo aquello que permite planificar una existencia ajena a las sorpresas, gobernada por el calendario de festividades susceptibles de convertirse en puentes. Las separaciones de los seres queridos son vividas con desgarro, aunque se produzcan como consecuencia de una formidable oportunidad profesional. Somos definitivamente seres arraigados a la tierra que nos vio nacer, difícilmente trasplantables a cualquier otro hábitat. ¿Cómo íbamos a sobrevivir a semejante cataclismo sin sufrir?
Los seis millones de parados que singularizan y acrecientan la magnitud de la crisis entre nosotros son, en gran medida, fruto de ese miedo ante lo desconocido que nos caracteriza como colectivo. Otras sociedades más dinámicas que la nuestra llevan décadas pensando en la mejor forma de hacer frente al desafío, en lugar de buscar culpables o aferrarse a un pasado insostenible. Son las que soportan mejor la presión de este cambio de ciclo ocasionado por el despertar vigoroso de un Oriente ávido por hacerse con su parte del pastel del progreso, reservado hasta hace poco al Occidente privilegiado. Algunos nómadas como yo, acostumbrada desde niña a llevar la casa a cuestas, hemos tratado de superar los traumas derivados de esa mentalidad circundante para transmitir a nuestros hijos la idea de que cada novedad es una oportunidad y como tal ha de ser percibida. Somos la excepción a la regla imperante en este país, que se niega a aceptar algo evidente; y es que péndulo de la evolución ha girado de manera irreversible hacia una forma de neo-trashumancia que abrirá nuevos y fascinantes horizontes a quienes sepan lanzarse a por ellos, sepultando a los demás. A semejanza de los humanos que dieron el salto desde el África ancestral, tendrán que hacer gala de valentía y resistencia, pero el futuro será suyo. Los que se queden donde están, empeñados en mirar hacia atrás, perecerán convertidos en estatuas de sal.
Isabel San Sebastián

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Félix Velasco

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