España es un país imposible. No funcionan, ni hay mucho interés en que lo hagan, la Justicia ni la Educación y, sin ese cimiento, ¿cómo levantar el edificio nacional que exigen el tiempo y las circunstancias? Ángel Ganivet, con quien comparto la esperanza de una España próspera, fecunda, libre y honrada, cruzó algunas cartas con Miguel de Unamuno -¡imprescindible la biografía del vasco que acaba de publicar Jon Juaristi, mi admirado vecino!-. En una de ellas, el granadino que se anticipó a la Generación del 98, le cuenta un cuento al de Bilbao: «Había en una ciudad de cuyo nombre me acuerdo perfectamente ( ) un orador socialista de los de espada en mano. Todos los abusos le llegaban al alma y el que le llegaba más hondo era el que se robase el pan». El alcalde nombró a tan preclaro defensor de los pobres inspector del peso del pan. «Los panaderos faltones se echaron a temblar, excepto uno ( ) que dijo a sus compañeros ( ): Yo me encargo de untarle la mano. Así se hizo y desde entonces ya no le faltan al pan dos onzas, sino cuatro; las dos de la costumbre y dos más para untar al hombre nuevo».
Tengo la sensación creciente, quizá como respuesta a un hematocrito decreciente, que el argumento del cuento de Ganivet se ha alargado en unas cuantas onzas. Es como si el pan ya no valiera nada y todo se le vaya en licencias, comisiones, tasas, impuestos y requisas varias. El problema al que, para disimular, llamamos crisis no es solo económico. Se enmarca en un Estado que se resquebraja y en una carencia de valores cívicos que propician el todo vale. Tipos como Díaz Ferrán, hijos de la ayuda pública y de la complicidad gubernamental -venga de donde venga-, no son una anécdota. Constituyen toda una categoría y, lo que es peor, parecen mayoría quienes les admiran y envidian.
Manuel Martín Ferrand
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Félix Velasco
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