Un ejemplo es la connotación positiva que fue ganando la palabra fanatismo. Antes de la llegada de Hitler al poder, el vocablo se usaba peyorativamente. Sin embargo, los nazis consiguieron que el fanatismo acabara resultando positivo usándolo en expresiones que sugieren audacia y compromiso. Se hablaba de “valentía fanática”, de “juramento fanático”, de “amor fanático por el pueblo”…En los últimos momentos, cuando ya la palabra había perdido fuerza, Goebbels (el ministro de Propaganda, diseñador de las técnicas de manipulación nacionalsocialistas) empezó a hablar de “fanatismo feroz” para añadirle potencia al concepto.
El uso del lenguaje como arma de manipulación es, probablemente, tan antiguo como el ser humano. Y en la actualidad, debido al impacto mediático que se necesita para mantener el poder, es una estrategia imprescindible. En nuestro tiempo, los de arriba llaman “indemnización en diferido” a una nómina que se sigue pagando a un tesorero despedido que amenaza con contar secretos; “tiquet moderador sanitario” a pagar por ir al médico de la sanidad pública; “cese temporal de la convivencia” a un divorcio en la familia real; “desaceleración” a una crisis económica brutal; “medidas excepcionales para incentivar la tributación de rentas no declaradas” a las amnistías fiscales para los ricos; “Ministerio de Defensa” al que se encarga de mandar al ejército a otros países y “devaluación competitiva de los salarios” a las bajadas de sueldo. La elección de las palabras sigue siendo decisiva: los que nombran la realidad controlan cómo entendemos el mundo.
No sólo es el ámbito de la política. En los ámbitos intelectuales, por ejemplo, se usa mucho lo que Cantinflas denominaba “inflación palabraria”, es decir, el lenguaje pomposo como forma de mantener estatus. El físico Alan Sokal ideó hace en 1996 un experimento de campo para demostrar el efecto persuasor de este tipo de léxico absurdo. Escribió un artículo para la revista norteamericana Social Test con un título memorable que ha pasado a la historia de la pedantería: Transgrediendo los límites: hacia una hermenéutica transformativa de la gravitación cuántica. En él pontificaba con lenguaje críptico acerca de todo lo que se venía a la cabeza: psicología, sociología, antropología... A pesar de que se trataba de un pastiche sin sentido alguno, copiado y pegado de textos que hablaban de temas diferentes, el artículo pasó la criba del Comité de Selección. Recibió críticas muy elogiosas de los lectores, que alababan, entre otras cosas, su “claridad de expresión”.
Un mes después, el autor del engendro confesó el engaño: todo era una broma, nada de lo que se decía en el artículo tenía pies ni cabeza, no había en todo el texto ninguna teoría, dato o ápice de información real. Sin embargo, el prestigio del autor podría haber subido si no hubiera hecho esa confesión. El “Escándalo Sokal” (así se denominó a los efectos del experimento) revolvió la cultura académica y puso de manifiesto que la pedantería vacua es otro de los usos posibles del lenguaje como arma de poder. Las palabras grandilocuentes –aunque nadie las entienda– realimentan el poder intelectual: se imponen por argumento de autoridad pero, a la vez, aumentan más aún la autoridad del que las emite.
No es extraño que existan tantos ámbitos sociales en los que la forma de hablar esté dirigida a la manipulación. Desde pequeños, estamos condicionados para entender el mundo a partir del léxico que nuestros padres nos imponen. El psiquiatra Ronald Laing, autor de Locura, cordura y familia, afirmaba que todas las familias determinaban, en primer lugar, lo que puede decirse, es decir, qué aspectos de la vida en común pueden mostrarse abiertamente y cuáles deben permanecer ocultos y negados porque producen temor.
Y en segundo lugar imponían la forma de hablar de aquellos temas que no son tabú: el lenguaje adecuado para nombrar el mundo. A partir de esta teoría, son muchos los investigadores que han determinado cómo influye esa jerga familiar adquirida en la salud mental de las personas. Un ejemplo: en las familias de adolescentes que sufren trastornos de alimentación (anorexia, bulimia, etcétera) se encuentra una mayor propensión a nombrar la obesidad con apelativos denigrantes y asociar la delgadez con adjetivos positivos. En las familias de las anoréxicas se califica como “sebosas” a las personas que pasan algún kilo del peso medio y como “finas” a las que están escuálidas.
El psiquiatra J.A.C. Brown en su libro Técnicas de persuasión: de la propaganda al lavado de cerebro afirma que “los intentos de cambiar las opiniones de los demás son más antiguos que la historia y se originaron, debe suponerse, con el desarrollo del lenguaje. Antes de que los hombres hablaran no parece probable que tuvieran opinión alguna que cambiar. Los pensamientos se crean y modifican fundamentalmente a través de la palabra hablada o escrita, aunque en el llamado lavado de cerebro las palabras pueden ser suplidas por malos tratos físicos y en la publicidad comercial por música o imágenes agradables, es evidente que, incluso en estos casos, las principales armas son de naturaleza verbal, o en cualquier caso simbólica, y que los resultados perseguidos son de índole psicológica”.
La familia, el mundo intelectual y la política son sólo tres ejemplos cotidianos en los que el lenguaje se usa como arma de manipulación. Hay muchos más: la pareja, la salud mental, el mundo de los negocios, la espiritualidad, la publicidad, el periodismo… Una de las funciones del lenguaje es la persuasión: hablamos o escribimos, en muchas ocasiones, para convencer a los demás de nuestras teorías. Y es muy fácil que esa necesidad acabe acaparando nuestro discurso y haciéndonos olvidar otras funciones importantes, como la de trasmitir información o la de empatizar con el otro. Es en ese momento cuando el lenguaje se convierte en un arma de manipulación. Por eso es importante estar en alerta y saber cuándo estamos escuchando o leyendo a una persona cuya mayor motivación es cambiar nuestras ideas. Tener presentes algunos rasgos del lenguaje manipulador puede ayudarnos a despertar nuestra mente en esos momentos. Estos son cinco de los signos más característicos de ese tipo de comunicación maquiavélica:
1 - Esconde los hechos Se trata de una jerigonza en la que la realidad desaparece. A veces, el efecto se logra usando técnicismos que hacen desaparecer el acto en sí: los ejércitos y los grupos terroristas, por ejemplo, suelen llamar “bajas colaterales” a los asesinatos de inocentes que cometen. En otras ocasiones se acude a variaciones que llevan las palabras polémicas a lugares donde apenas se perciben. Un ejemplo clásico es la importancia de poner delante lo vendible y detrás lo que queremos ocultar. Lo sabemos desde niños: tenemos más posibilidades de éxito si le preguntamos a nuestros padres “¿Puedo estudiar mientras como chuches?” que si la pregunta es “¿Puedo comer chuches mientras estudio?”. Y sigue funcionando: en el referéndum de 1986 para la permanencia de España en la OTAN el gobierno jugó con la estrategia de “Lo bueno delante” logrando dar un vuelco a la opinión pública.
2 - Convierte todos los temas en viscerales Aldous Huxley decía que las palabras pueden ser como Rayos X, ya que si se usan apropiadamente lo atraviesan todo. Para lograr este efecto, es necesario que tengan connotaciones emocionales. En uno de los libros clásicos sobre lavado de cerebro (Brainwashing. The science of thought control) la científica Kathleen Taylor nos recuerda que “cuando algo provoca una reacción emocional, el cerebro se moviliza para lidiar con ella, dedicando muy pocos recursos a la reflexión”.
El lenguaje manipulador está preñado de emociones. Un ejemplo es el abuso de palabras como libertad, independencia, creatividad: los anuncios de ropa juvenil, los medios de comunicación y los libros de autoayuda están poblados de frases que utilizan estos vocablos en cualquier contexto porque son muy efectivos a la hora de activar nuestras emociones y acercarnos a quienes las pronuncian. Aunque parezca paradójico que los que quieren convencernos de algo apelen a nuestra creatividad, libertad o independencia, si estamos sintiendo (y no pensando) nos pueden convencer de ello.
3 - Dispone de un metalenguaje propio Escuchar nuestras palabras nos hace ponernos en marcha… aunque no sepamos para qué. Y eso es lo que busca el manipulador: los adeptos son aquellos que redoblan los esfuerzos aunque hayan olvidado el objetivo. Por eso todos los grupos utilizan un léxico propio que los distingue, una jerga que sólo usan los miembros del grupo y prueba su fidelidad a él.
Además, esas palabras tienen que ayudar a dividir el mundo en exogrupo (los otros, los malos, los de fuera) y endogrupo (nosotros, los buenos, los de dentro). Por ejemplo: todos los subgrupos juveniles tienen palabras que definen a los que no son como ellos. Aprenden a llamar a los demás “pijos, guarros, frikis, perroflautas” o “empollones” ayuda a crear camaradería y sentimiento de pertenencia. No importa que el manipulado no sepa explicar por qué esos nombres van asociados con ciertos conceptos negativos: lo importante es su uso como activador de la conducta del grupo. A partir de esas etiquetas, se rompe la posibilidad de empatía y se consigue convencer a la persona de que los malos son siempre los demás.
4 - Carece de contenido Sólo hay una manera de no ser criticado: hablar sin decir nada. Por eso, el lenguaje manipulador recurre frecuentemente a frases humo, expresiones vacuas que parecen afirmar algo pero en la que ninguno de los receptores entiende lo mismo. Asociaciones de palabras bonitas del tipo “siempre he intentado que mi forma de actuar no sea simplemente vivir día a día. Mis actos se han guiado siempre por valores éticos que son importantes para el ser humano” son ejemplos de frases así, que pueden ser suscritas tranquilamente por asesinos en serie, políticos corruptos o maltratadores. Su ambigüedad permite que el que la escucha crea estar de acuerdo aunque en realidad no comparta nada con el que emite el mensaje.
En esta categoría entran también las expresiones no refutables, que tienen la ventaja de ser irrebatibles. Por ejemplo: “El mundo se encuentra dominado por poderes ocultos” es una frase utilizada, en diferentes versiones, por todos aquellos que buscan manipular. Pase lo que pase es imposible rebatir esa idea conspirativa. Y eso les permite a aquellos que intentan imponer miedo pedirnos que dejemos de hacer cosas aunque no sepamos cuál es la amenaza real. Esta estrategia es la que utilizan, por ejemplo, muchos padres de hijos adolescentes: “estás rodeado de gente que te quiere convencer para que vayas por el mal camino”, les dicen para justificar muchas de sus prohibiciones.
5 - No argumenta La mejor forma de manipular a los demás es utilizar estrategias retóricas que permitan convencer sin dar razones para ello. Hay miles de trucos oratorios o escritos destinados a ese fin. Un ejemplo es la ironía. Repetir lo que ha dicho otra persona mientras se esboza una sonrisa sarcástica permite quitarle puntos a ese individuo sin necesidad de argumentar. Por escrito, tiene el mismo efecto el uso de las comillas: “El presidente del “gobierno” afirma que… “cuestiona la capacidad de dirigir del susodicho”, al igual que la afirmación “El escritor que acaba de sacar una novela…” echa por tierra las habilidades literarias del citado. Y todo eso sin exponer una sola razón para establecer un juicio crítico. El lenguaje manipulador evita el razonamiento.
Por eso, en última instancia, cuenta siempre técnicas antiargumento por si falla todo lo anterior. Un ejemplo es el uso de la palabra demagógico: en el discurso maquiavélico se llama así a todo argumento con el que el manipulador no está de acuerdo. Usando únicamente esa palabra (“eso es demagógico”) se intenta desmontar lo que dice el contrario sin entrar ni siquiera a discutirlo. Es la última vuelta de tuerca: el lenguaje que sirve para que los otros no puedan utilizar el lenguaje.
Luís Muiño
Félix Velasco
FVA Management