La ética churchilliana del sacrificio falla en España porque ni el Gobierno tiene liderazgo ni la sociedad acepta renuncias
El manual contemporáneo del liderazgo en la resistencia lo escribió Winston Churchill en dos discursos entre mayo y junio de 1940. Uno es el de «sangre, sudor, esfuerzo y lágrimas», en cuya manoseada cita suele eludirse la palabra clave toil: fatiga, esfuerzo, trabajo duro. El otro es de «jamás nos rendiremos», el vibrante anuncio de su determinación de luchar casa por casa y calle por calle contra la inminente invasión alemana. En esas dos alocuciones se basa toda la actual ética del sacrificio, opuesta a la laxitud indolora de la posmodernidad. Cientos de dirigentes públicos las han parafraseado desde entonces para llamar a sus pueblos a resistir adversidades de toda la ya, olvidando a menudo que si la apelación del líder británico tuvo éxito no fue sólo por su brillante expresividad retórica sino por la existencia de una sociedad dispuesta -gracias a la férrea educación victoriana- a asumir el coste heroico de la defensa de su modelo de vida.
En los discursos y declaraciones recientes de Rajoy se aprecia una voluntariosa inspiración churchilliana, un vago eco de llamamiento civil a la abnegación como receta para combatir los estragos de la crisis. Pero en el actual contexto español fallan las premisas esenciales de ese pacto de generosidad histórica. En primer lugar porque al emisor de la propuesta le falta el requisito primordial de la resolución sin fisuras; si hay una crítica unánime sobre la conducta del Gobierno es la de sus continuos titubeos y rectificaciones, su vacilante falta de confianza, sus aplazamientos tácticos, su tendencia a balancearse en sus propias dudas. Todavía ayer mismo el presidente se negaba a aclarar si pedirá o no el rescate al Banco Central, y las instituciones europeas llevan seis meses desesperadas ante la ausencia de claridad y el dilatado goteo del programa español de reformas. Nadie le habría hecho caso a Churchill si hubiese formulado sus propuestas a espasmos; si una semana hubiera pedido esfuerzo y al viernes siguiente prometido lágrimas.
Pero es que además falta en España un sentido de la responsabilidad colectiva para asumir la necesidad del sacrificio. Acolchada en años de confortable prosperidad, la sociedad se ha vuelto alérgica a las contrariedades y busca en factores externos -en especial la propia clase dirigente- la culpa de sus problemas y aflicciones. El discurso de la renuncia colectiva no cala en medio de una atmósfera de agudo individualismo y los recortes sólo se aceptan en términos abstractos: ajustes sí, pero no a costa de mi calidad de vida. La reivindicación de los derechos y la cultura de la queja prevalecen sobre la ética del deber. Acostumbrados a paradigmas indoloros, el sudor y las lágrimas sólo estamos dispuestos a aceptarlos en los demás. Honestamente, hay galaxias de liderazgo entre Rajoy y Churchill pero también a éste le habríamos hecho un solemne corte de mangas.
Ignacio Camacho
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