La visita de Merkel ha vuelto a destacar la supervisión exterior de nuestra economía, que es contemplada con notable desagrado por algunos, por lo que implica de cesión de soberanía. Cierto que es así, como lo es que lo que nos acontece es herencia de nuestros propios errores, dado que las consecuencias de la crisis no son homogéneas, y van por barrios, anglosajones y centroeuropeos, se entiende. En estos últimos, su impacto ha sido moderado y el crecimiento reaparece, apalancado en la exportación, el consumo privado y la inversión productiva. En aquellos, la situación es menos halagüeña, por los desequilibrios de la expansión: reducción de la tasa de ahorro, explosión del endeudamiento privado, boom de la construcción apoyado en el crédito y la inmigración y elevada deuda exterior. Además, nadie sabe cuando EE UU retomará una senda de avance sólida sin apoyos fiscales o monetarios. Y en Gran Bretaña, la combinación de alzas de precios y caídas del PIB no dibuja un buen pronóstico. Por no hablar de Irlanda. Y nosotros, para bien o para mal, seguimos la estela anglosajona. De aquellos polvos, estos lodos.
Alemania, junto a Francia, Holanda y Austria, entre otros, siguió un camino distinto: aumentos contenidos del crédito y de la deuda privados, menores avances de la construcción y superávits exteriores o ligeros déficits. Por ello, cuando estalló la crisis, mostraban una menor vulnerabilidad. Por ejemplo, Irlanda, Grecia, Portugal y España presentaron una necesidad de financiación externa del 4,5%, 13,1%, 10,5% y 9% del PIB, respectivamente, en media de 2005-08. Por el contrario, Alemania, Austria, Finlandia, Holanda y Bélgica generaron capacidades de financiación exterior equivalentes al 6,6%, 3,1%, 4,0%, 7,3% y 2,2% del PIB. E incluso Francia o Italia, que tienden a mostrar necesidades de financiación, lo hicieron de forma modesta (-2,3% y del -1,8%).
Si uno se endeuda a ritmos del 9% del PIB no ha de sorprender que la posición de financiación neta internacional del país (diferencia entre activos y pasivos financieros con el exterior) empeore radicalmente: desde los 200.000 millones de euros a casi 1 billón en 2010. Así, no solo nos hemos endeudado como jamás lo estuvimos, sino que una parte importante de esa deuda la tenemos con el resto del mundo: cerca de 1,5 billones de pasivos financieros deberán ser refinanciados los próximos años (y más de 200.000 millones en 2011). Ello refleja el avance de la deuda del sector privado no financiero español la pasada década: desde el 146% del PIB (un 47% hogares y un 99% empresas no financieras) al 295% del PIB en junio de 2010 (un 92% las familias y el resto las empresas no financieras). A lo que hay que añadir cerca de 60 puntos del PIB en deuda pública. El exceso de gasto que ese crédito generó, y las alzas de precios y salarios, comportó pérdidas de competitividad: medida ésta por la evolución de los costes laborales unitarios, mientras Alemania acumuló, entre 1997 y 2008, un avance de solo el 4%, en España los CLU avanzaron cerca del 35%, una cifra similar a la italiana, griega y portuguesa.
Y entonces, llegó la crisis de la deuda soberana, los problemas de sostenibilidad del euro y los temores alemanes sobre su futuro. Por ello, no puede sorprender a nadie que Alemania, como condición para continuar manteniendo la Unión Monetaria (es decir, pagando con dinero de su contribuyente), nos exija mayor disciplina. No nos queda más alternativa y, como he comentado más de una vez, de esta crisis o saldremos alemanes o no saldremos. Y, que quieren que les diga, dados los problemas que nos generamos con la expansión y nuestra manifiesta incapacidad para efectuar los ajustes exigidos, prefiero ser un land alemán, algo más protestante y centroeuropeo, que un país mediterráneo, latino, católico, periférico y, en especial, sin futuro. Quizás ese horizonte no nos guste a nosotros, habituados como estamos al Mediterráneo y lo que ello implica, pero estoy convencido que nuestros hijos nos lo agradecerán.
Josep Oliver Alonso. Catedrático de Economía Aplicada (UAB)
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