El nacionalismo catalán, como el vasco, ha necesitado de una cara amable para prolongarse en el tiempo; para hacerse soportable a la democracia; para administrar la calma y la tensión cuando éstas sirvieran a sus intereses y para combinar el papel del desafío secesionista con el de partidos guías y vertebradores del sistema democrático al que querían burlar, cosa que han logrado siempre con notable éxito. La lógica de su amabilidad era la misma que la de la mafia: «Si usted paga, yo me comprometo a protegerle de la amenaza que yo mismo represento». Ni que decir tiene que tal planteamiento ha despertado los más encendidos elogios aunque, salvo algún ingenuo, todos supiéramos que esa moderación era insincera y calculada. En el caso del nacionalismo vasco, esas caras amables las han puesto en su día Ardanza o Josu Jon Imaz y ahora Urkullu cuando toca. En el caso del catalán, los dos grandes actores han sido Roca y Duran i Lleida. A nadie le puede sorprender honestamente, ni le sorprende, que uno y otro nos salgan cada cierto tiempo con una salida de pata de banco que desmienta sus admirables interpretaciones teatrales como modelos de la mesura, prototipos de la sensatez y grandes hombres de Estado. Pensar que un nacionalista es un hombre de Estado es una memez (no digo un «oxímoron» porque esa palabra la emplean ya hasta los políticos). Y es que, por propia definición, la ideología nacionalista se ha construido precisamente contra el Estado. Como es una licencia literaria atribuirle a una nacionalista sensatez y mesura cuando su ideario político romper la Nación española y hacerse una de tamaño llavero con su pueblo es la insensatez y la desmesura mismas.
A Roca durante una época se le llegó a llamar mucho eso hombre de Estado cuando el único Estado del que quería ser el hombre era del catalán en el fondo. Hablo de los inicios de la década de los noventa, cuando los socialistas le quisieron hacer hasta ministro y él, como buen nacionalista, se dejaba querer con el fin de barrer lo que pudiera para el convento. La verdad es que nadie ha llevado la impostura de la moderación a los límites a los que la ha llevado Roca, quien llegó a crear un partido político que era como Convergencia y Unió pero para el resto de España, idea que lógicamente no tuvo ninguna viabilidad comercial porque hubiera sido un tanto surrealista hacernos todos nacionalistas catalanes para frenar al nacionalismo catalán y porque el pueblo español es más cabal de lo que parece. Ahora Roca ha roto un montón de corazones defendiendo en el Parlamento catalán el referéndum de Mas y le ha salido una cosa fea y altiva cuando se le ha dicho que Cataluña no es una nación. Le ha salido ese «¡Pero que se han creído!» No nos hemos creído nada, señor Roca. Simplemente hemos hecho como que nos creíamos su moderación. Y volveremos a hacer como que nos la creemos mañana, cuando usted vuelva al papel de catalán tranquilo que intenta hacer entrar en razón a los suyos.
Iñaki Ezquerra
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