Nunca ha sido el espíritu empresarial característica dominante en el carácter de los españoles. Los negocios no son actividad de hidalgos; y, mientras la pobreza honorable se ha visto casi siempre con respeto, se ha desconfiado por lo general del comportamiento de aquellos que intentan obtener beneficios en una actividad comercial o industrial. La mezcla de este espíritu con la tradición católica hacen muy difícil que la sociedad vea con respeto a quienes ganan dinero creando su propia empresa; a diferencia, por cierto, de lo que ocurre a quienes han obtenido su riqueza por nacimiento o por métodos que a menudo ni siquiera se puede mencionar sin sonrojarse. No cabe duda, quien gana dinero trabajando en este país no es objeto de gran aprecio. Pocas frases definen mejor esta curiosa actitud que aquel texto de Quevedo en el que afirma que "conciencia en mercader es como virgo en cotorrera, que se vende no habiéndolo".
Esta actitud, inicialmente limitada a determinadas clases o estamentos, se extendió hace ya siglos a toda la sociedad, y sigue muy presente en la España actual. Las críticas a los empresarios y a los "especuladores", a los que se les acusa de todos los males del país, constituyen una clara muestra de esta forma de entender la economía. En la misma línea está, desde luego, el rechazo a casi cualquier medida que tenga como objetivo aumentar la competencia mediante la liberalización de un sector regulado. Así, que las tiendas puedan abrir el día que quieran sus propietarios es algo que despierta auténtica animadversión en mucha gente, aunque el hecho a ellos en nada les perjudique y la gran mayoría de las personas resulte beneficiada. Tenga cuidado si se le ocurre, por ejemplo, sugerir que se deberían permitir que funcione la competencia en la sanidad, en la educación o en las pensiones. Su integridad física podría correr peligro. "La competencia nos envilece", afirmaban los farmacéuticos hace algo más de cien años; y muchos españoles piensan, en el fondo, lo mismo.
Consecuencia lógica de esta actitud es la obsesión nacional por trabajar para el Estado, la comunidad autónoma o el ayuntamiento del pueblo. Todos queremos ser funcionarios y asumir los valores del conformismo y el rechazo a asumir riesgos. El aumento del nivel de renta y la descentralización administrativa permitieron, a lo largo de bastantes años, un crecimiento absurdo del número de personas que trabajan en el sector público, que ya supera los tres millones. Hay comunidades autónomas, como Extremadura o Andalucía, en las que pocas cosas se pueden hacer al margen de la administración autonómica y local, que han creado un sistema caciquil de nuevo cuño que hace muy difícil que estas zonas puedan experimentar un auténtico progreso económico, al margen de la subvención y las transferencias. Pero incluso regiones que durante mucho tiempo creyeron más en el sector privado que en la Administración se están convirtiendo también en sociedades de funcionarios. Cataluña es un buen ejemplo, aunque no el único, desde luego, de esta renuncia a la iniciativa individual y a la asunción de riesgos.
Una de las vicepresidentas del Gobierno dijo hace sólo unos días, que, en la actual situación de crisis, el sector público es nuestra "tabla de salvación"; y añadió a continuación, sin inmutarse, que "lo público" constituye un "pilar dinamizador". Al margen de lo absurdo de la expresión, la frase refleja lo viva que la actitud contraria a las soluciones de mercado sigue en nuestro país. Pues nada, creemos más funcionarios, hagamos la vida imposible a los empresarios innovadores... y sentémonos a esperar la recuperación de la economía española.
Francisco Cabrillo
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