Ahora que el zapaterismo agota su tiempo en el escenario de la historia, resulta un ejercicio curioso echar la mirada atrás y ver cómo hemos cambiado, o qué poco hemos cambiado, según se mire.
En la España de 1931, sobre un total de veintitrés millones y medio de habitantes, se contabilizaban ocho millones de pobres y doce millones de analfabetos. Un terreno más que abonado donde plantar la semilla de la discordia y la guerra civil, como pudo comprobarse pronto. Las cifras oficiales dicen que la tasa de analfabetos era de casi un 31 por ciento–mucho más elevada entre las mujeres que entre los hombres–, pero probablemente la mitad del censo estaba compuesta por personas que apenas sabían firmar o que conocían someramente las cuatro reglas. Por el contrario, la enseñanza universitaria era por aquel tiempo exquisita, de alta calidad, aunque muy elitista: en un país funcionalmente analfabeto, había apenas 35.000 estudiantes universitarios, todos ellos hijos de las clases pudientes. La Gran Depresión cercenó la modernización, no sólo demográfica, a la que se encaminaba España dando trompicones. La crisis internacional, la incapacidad del mercado interior, el retorno de la inmigración… fueron factores de peligrosa depresión. También aumentó terriblemente el paro que, pese a que por entonces, en España era inferior al de la mayoría de los países industrializados, se duplicó durante el período republicano. En 1934, entre Andalucía y Extremadura soportaban casi el 40% del paro nacional. Claro que, en aquella época, los alemanes tenían más de un 30% de desempleo, y los norteamericanos alrededor de un 25%, mientras que en España la tasa media rondaba el 13%. Con seguridad, los altos índices de paro tuvieron una sensible influencia en los procesos político-económicos que culminarían en las guerras que ya se estaban incubando, mundiales o civiles. La precariedad y la miseria generan conflictividad y suelen provocar –o avivar como en el caso español–, procesos «revolucionarios» de dudoso desenlace.
Hoy día, en España, tal y como ocurrió antaño, la educación continúa siendo uno de nuestros problemas más graves. Y, en estos tiempos de recesión, el paro está alcanzando –pese a los alivios estacionales– cifras muy peligrosas. El trabajo y la educación siempre han sido dos puntos débiles que han limitado el crecimiento y la prosperidad de España. El tercero es, quizás, la libertad. Fallamos secularmente a la hora de generar riqueza y trabajo y de disponer un sistema de enseñanza pública que garantice la alfabetización de calidad, la igualdad de oportunidades y la promoción social. Y tenemos unas relaciones más que conflictivas con la libertad, a la que solemos tratar como a una furcia: o sea, como a un personaje a quien se desprecia o de quien se abusa, pero que pocas veces se respeta.
El zapaterismo echa el cierre, un nuevo capítulo de la historia de España concluye, pero los problemas básicos son los de siempre. A ver si un día de éstos nos decidimos y, entre todos, procuramos arreglarlos.
Ángela Vallvey
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