Imagino que pocos lectores conocerán a fondo esa isla norteña que en nuestros mapas aparece con el nombre de Islandia. Con escasa densidad demográfica –apenas llega a los 350.000 habitantes– su calidad de vida se convirtió en proverbial en las últimas décadas. No se trata sólo de que no pocos europeos ansiaran acabar allí sus días porque existen testimonios repetidos de la presencia de gnomos –aunque ése es el caso de una de mis conocidas– sino de que sus servicios sociales eran un paradigma del estado del bienestar. Con una riqueza basada en la producción geotérmica e hidráulica, la industria del aluminio y la pesca, Islandia se convirtió en casi lo mejor que se puede encontrar en este valle de lágrimas. Entonces, a inicios de este siglo, la situación cambió dramáticamente. La razón fundamental derivó de las oportunidades de ganancias especulativas que ofrecían los bancos. De la noche a la mañana, los islandeses descubrieron el dulce sabor de los beneficios derivados de productos compuestos y de la construcción de inmuebles. De manera inadvertida, pero innegable, aquella situación discurrió en paralelo a una subida espectacular del precio de la vivienda y a una ola de empréstitos que sólo podían satisfacer los bancos extranjeros. No es que las entidades crediticias islandesas carecieran de dinero. Es que no tenían tanto como para satisfacer sus ansias de préstamos. Y entonces sucedió lo que siempre acaba sucediendo. La burbuja inmobiliaria explotó y los bancos no sólo no recibieron la devolución del dinero prestado, sino que, por añadidura, tampoco pudieron hacer frente a los pagos que tenían con la banca internacional. El primer ministro islandés decidió entonces informar a los ciudadanos. Bueno, informar es una manera de hablar porque se aferró a la idea de que no había crisis. Lo negó por activa y por pasiva. El país –¿podía ser de otra manera? – acabó quebrando. Ahora, el primer ministro islandés se va a sentar en el banquillo. La acusación que pesa sobre él es la de haber negado la crisis y engañado a los ciudadanos. Puede que me equivoque, pero al político le esperan largos años detrás de las rejas. Quizá a algunos les parezca demasiado riguroso, pero, personalmente, creo que es lo menos que se puede esperar de una crisis que ha provocado la ruina de multitudes que se han quedado sin empleo, sin ahorros y sin vivienda. Por ejemplo, sería deseable que en España fueran a la cárcel los que desde sus despachos bancarios decidieron conceder préstamos que nadie en su sano juicio podía esperar que se abonarían; los que desde los consejos de las cajas las quebraron en beneficio de políticos y amiguetes; los dirigentes sindicales que, viviendo de nuestros impuestos, están aumentando el número de parados a cada hora que pasa; los políticos que han generado una deuda pública en tiempo de crisis que ha hundido a esta nación para generaciones acercándola ya a la quiebra y, de manera muy especial, el presidente de Gobierno y sus compañeros que negaron la crisis –con el apoyo de instancias como el gobernador del Banco de España– y luego han seguido sin hacer prácticamente nada. Temo que nada de eso suceda. A fin de cuentas, Islandia puede que sea una tierra por la que discurren los gnomos, pero, moral y cívicamente hablando, está poblada por gigantes.
César Vidal
FVA Management - Blog
Félix Velasco
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