Con alborozo saludó Juan G. Bedoya en El País el último libro de Enrique Miret Magdalena, contra la violencia y el terrorismo, cuya receta es “diálogo, tolerancia y esfuerzo individual” para acabar con esas lacras, que son consecuencia de “la globalización del mercado y de la injusticia social”.
Una antigua falacia totalitaria reduce la violencia a condiciones económicas y sociales, y la izquierda ha cultivado desde siempre esta idea, que le viene al pelo para justificarse: como hay pobres por culpa del capitalismo, entonces habrá revoluciones y los pobres impondrán el socialismo y la paz.
Nunca fue así. Los pobres no son pobres a causa del capitalismo sino a causa de su ausencia. El socialismo nunca fue impuesto por los pobres sino por los socialistas, que rara vez han sido pobres, y cuando los socialistas triunfaron en sus revoluciones probaron ser brutalmente violentos; la izquierda se volvió pacifista sólo cuando comprobó que perdía la Guerra Fría.
Idéntico camelo es sostener que el terrorismo guarda relación con la “injusticia social”, la pobreza o la desigualdad. Muy rara vez los terroristas son pobres.
Y la receta del diálogo es bonita, pero tiene un problema: ¿qué hacemos con los malos, con los que no quieren dialogar sino matar? La respuesta de Bedoya es la del bonito pacifismo: nada. Afirma: “La paz más injusta es preferible a la más justa de las guerras”. ¿De verdad? ¿De verdad había que dejar que Hitler siguiera extendiendo su imperio tiránico y asesinando a millones de personas? Caramba, qué bonita paz.
Una antigua falacia totalitaria reduce la violencia a condiciones económicas y sociales, y la izquierda ha cultivado desde siempre esta idea, que le viene al pelo para justificarse: como hay pobres por culpa del capitalismo, entonces habrá revoluciones y los pobres impondrán el socialismo y la paz.
Nunca fue así. Los pobres no son pobres a causa del capitalismo sino a causa de su ausencia. El socialismo nunca fue impuesto por los pobres sino por los socialistas, que rara vez han sido pobres, y cuando los socialistas triunfaron en sus revoluciones probaron ser brutalmente violentos; la izquierda se volvió pacifista sólo cuando comprobó que perdía la Guerra Fría.
Idéntico camelo es sostener que el terrorismo guarda relación con la “injusticia social”, la pobreza o la desigualdad. Muy rara vez los terroristas son pobres.
Y la receta del diálogo es bonita, pero tiene un problema: ¿qué hacemos con los malos, con los que no quieren dialogar sino matar? La respuesta de Bedoya es la del bonito pacifismo: nada. Afirma: “La paz más injusta es preferible a la más justa de las guerras”. ¿De verdad? ¿De verdad había que dejar que Hitler siguiera extendiendo su imperio tiránico y asesinando a millones de personas? Caramba, qué bonita paz.
Carlos Rodríguez Braun
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