domingo, 27 de enero de 2013

La hojarasca

La proliferación de normas administrativas autonómicas ha convertido al país en un caos profusamente organizado
Con la ley en la mano, para enterrar en Andalucía o Extremadura a una persona fallecida en Valencia o en Cantabria habría que cambiarla varias veces de ataúd, tantas como comunidades autónomas atraviese el coche fúnebre. Igual sucede con los traslados de enfermos, que deberían mudarse de ambulancia. Lo suele contar el expresidente extremeño Guillermo Fernández Vara como ejemplo del descalzaperros normativo en que se ha convertido la organización territorial del Estado. Por fortuna los españoles disponemos de un agudo sentido pragmático para saltar sobre el fárrago reglamentista que caracteriza nuestra Administración pública; miles de ordenanzas, preceptos, códigos de regulación y formalismos legales cuyo cumplimiento estricto garantizaría la absoluta parálisis. Vivimos en una especie de ilegalidad consentida que es la muestra más palmaria de la existencia de una legalidad inútil.
Cuando Borrell habló del «carajal autonómico», en los años 90, aún no se había producido la última vuelta de tuerca de la cesión de competencias, con la que Aznar puso a tope el mando de la centrifugadora. El resultado de esa última descentralización ha sido un formidable desbarajuste administrativo, una asilvestrada babel burocrática de licencias, permisos, requisitos y salvedades que han convertido el país en un caos profusamente organizado. Los ciudadanos españoles pagan distintos impuestos según el territorio en que vivan y los funcionarios cobran salarios desiguales; las recetas farmacéuticas y los servicios sanitarios varían de una autonomía a otra y las empresas sufren un calvario regulatorio para operar en diferentes puntos de la geografía nacional. La pasión ordenancista que instituyó Felipe II y desesperó a Larra ha derivado en una espesura inoperante en la que los defectos del antiguo Estado central se multiplican por diecisiete. Un desorden que malversa las virtudes del autogobierno al construir una desquiciada máquina de legislar.
La Ley de Unidad de Mercado anunciada ayer por el Gobierno debería de servir para una simplificación razonable del galimatías que acogota el tejido industrial y lo pierde en un laberinto jurídico. El condicional se debe a que no había terminado la vicepresidenta de divulgar el proyecto cuando estallaba la celotipia de los virreinatos, excitados ante la perspectiva de una pérdida de cuotas de poder. Las protestas esgrimirán la defensa de los consumidores para camuflar las prerrogativas taifales detrás de una reclamación identitaria; tenemos batalla a la vista, una rebelión aldeana contra el principio que informa la construcción de Europa. La perspectiva más temible es que el plan se convierta en un nuevo papel mojado, y que en vez de las cien mil leyes promulgadas desde 1978 tengamos cien mil y una con los mismos efectos: un marasmo de ineficacia, un bosque de hojarasca, un prolijo y a la vez estéril ovillo de nada.
Ignacio Camaho
FVA Management - Blog
Félix Velasco

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