martes, 11 de septiembre de 2012

Pautas reformistas

Las comunidades autónomas fueron creadas para que Cataluña y el País Vasco –en particular Cataluña– pudieran ser regiones autónomas. El origen no es demasiado brillante, aunque otro tanto ocurre con muchas de las grandes realidades políticas y sociales. Por otra parte, la idea de las comunidades autónomas entraba en la lógica política del federalismo. Se correspondía bastante bien con la tradicional diversidad cultural española. E incluso tenía cierta prosapia intelectual, gracias a una idea que Ortega, habiéndose inspirado en Antonio Maura, lanzó en los años veinte, cuando propuso «separar resueltamente la vida pública local de la vida pública nacional». (Vale la pena leer el texto entero en «La redención de las provincias».)
Más de treinta años después, aquel proyecto ha generado una nueva estructura política, intereses que ya no son tan nuevos e incluso ha consolidado nuevas formas de lealtad y de identificación. La crisis ha venido a revelar los fallos estructurales de esta construcción, pero estos fallos se podían diagnosticar desde antes. Proceden sobre todo de dos flancos. Uno de ellos ha sido la debilidad institucional de las comunidades: construidas a una velocidad a veces vertiginosa, las comunidades carecen de verdaderas instituciones, capaces de neutralizar los incentivos al asalto a los bienes públicos por parte de los gobernantes locales. Así que las comunidades autónomas han tendido a reproducir –exactamente al revés de lo previsto por Ortega– el antiguo mapa del caciquismo en España, al servicio esta vez de las oligarquías locales.
El control podía haber venido de la conciencia nacional de los dos grandes partidos nacionales, pero la izquierda española carece de proyecto nacional (más bien siente alergia a la palabra), mientras que la derecha –la derecha política– ha creído posible prescindir de él. Al desaparecer España del horizonte, surgía, irresistible y tentadora, la visión de 17 miniestados, dotados de casi todo lo que caracteriza a un Estado, excepto, eso sí, de las instituciones –ya lo hemos dicho– y de cualquier responsabilidad.
Un Estado centralista es imposible de restaurar, salvo que intervenga una catástrofe mucho más grave que la actual, algo que sería conveniente evitar. Sí que debería ser posible sacar las lecciones de lo ocurrido y corregir los defectos del sistema autonómico en función de la dignidad de las instituciones y de la dignidad de España, sin la cual las comunidades autónomas, por muchas ilusiones que se hayan hecho, valen poco. Está la oportunidad y está la expectativa de la opinión pública, consciente de que el sistema, que les prometía un grado de bienestar siempre creciente, lleva años empobreciéndoles. Además.
José María Marco
FVA Management - Blog
Félix Velasco

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