En la década del sesenta, Walter Mischel llevó a cabo desde la Universidad de Stanford una investigación con preescolares de cuatro años de edad, a los que planteaba un sencillo dilema:
"Ahora debo marcharme y regresaré dentro de veinte minutos. Si quieres, puedes comerte esta golosina, pero si esperas a que yo vuelva, te daré dos."
Aquel dilema resultó ser un auténtico desafío para los niños de esa edad.
Se planteaba en ellos un fuerte debate interior: la lucha entre el impulso por comer la golosina y el deseo de contenerse para lograr más adelante un objetivo mejor.
Era una lucha entre el deseo primario y el autocontrol, entre la gratificación y su demora.
Una lucha de indudable trascendencia en la vida de cualquier persona, pues no puede olvidarse que tal vez no exista habilidad emocional más esencial que la capacidad de resistir el impulso.
Este es el fundamento de cualquier tipo de autocontrol emocional, puesto que toda emoción supone un deseo de actuar y es evidente que no siempre ese deseo será "oportuno".
El caso es que Mischel llevó a cabo su estudio y efectuó un seguimiento de esos mismos niños durante más de quince años...
En la primera prueba, comprobó que aproximadamente dos tercios de esos pequeños de cuatro años de edad fueron capaces de esperar los veinte minutos (que seguramente les pareció una eternidad).
Pero otros, más impulsivos, se abalanzaron sobre la golosina a los pocos segundos de quedarse solos en la habitación.
Además de comprobar lo diferente que era entre unos y otros la capacidad de demorar la gratificación y, por lo tanto, el autocontrol emocional, una de las cosas que más llamó la atención al equipo de experimentadores fue el modo en que aquellos niños soportaron la espera: volverse para no ver la golosina, cantar o jugar para entretenerse, o incluso intentar dormirse.
Pero lo más sorprendente vino unos cuantos años después, cuando pudieron comprobar que la mayor parte de quienes en su infancia habían logrado resistir aquella espera, luego en su adolescencia eran notablemente más emprendedores, equilibrados y sociables.
Aquel estudio comparativo revelaba que - en términos de conjunto - los niños que en su momento superaron la prueba de la golosina fueron luego (diez o doce años después) personas mucho menos proclives a desmoralizarse, más resistentes a la frustración y más decididos y constantes.
Como es natural, no es que el futuro esté ya predeterminado para cada persona desde su nacimiento, entre otras cosas porque no puede olvidarse que a los cuatro años se ha recibido ya mucha educación. Hay, sin duda, toda una herencia genética, un temperamento innato que influye bastante, pero no es ése el factor principal.
Un niño de cuatro años puede haber aprendido a ser obediente o desobediente, disciplinado o caprichoso, ordenado o desordenado, como bien puede atestiguar cualquier padre, o cualquier persona que trabaje con preescolares.
Es indudable que el tipo de educación que había recibido cada uno de esos niños influyó decisivamente en el resultado de aquella prueba con las golosinas.
Por eso, más que alentar oscuros determinismos ya cerrados desde la infancia, o viejas tesis conductistas, lo que aquella investigación vino a resaltar es cómo las aptitudes que despuntan tempranamente en la infancia suelen florecer más adelante, en la adolescencia, o en la vida adulta, dando lugar a un amplio abanico de capacidades emocionales. La capacidad de controlar los impulsos y demorar la gratificación, aprendida con naturalidad desde la primera infancia, constituye una facultad fundamental, tanto para cursar una carrera como para ser una persona honrada, o tener buenos amigos.
La capacidad de resistir los impulsos, demorando o eludiendo una gratificación para alcanzar otras metas - ya sea aprobar un examen, levantar una empresa, o mantener unos principios éticos - , constituye una parte esencial del gobierno de uno mismo.
Y todo lo que en tarea de educación, o auto-educación, pueda hacerse por estimular esa capacidad será de una gran trascendencia.
FVA Management - Blog
Félix Velasco
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