La imagen del Gobierno español esta última semana ha sido nefasta; sus decisiones, lamentables. No ha entendido nada. El problema se llama «riesgo España», pero matar a los mensajeros resulta inútil. En el exterior circula la sensación de que el nuestro es un país insolvente, y el Ejecutivo tiene buena culpa de ello. La imagen de desconcierto, improvisación, incapacidad política, cesiones sindicales —electoralismo, en resumen— es justo lo que los mercados necesitan para seguir desconfiando de España.
Los inversores internacionales han volcado su atención en los inmensos niveles de deuda pública acumulados como consecuencia de la estrategia fiscal de «barra libre» con que se respondió a la crisis financiera, y han concluido que algunos países, y singularmente España, tendrán serias dificultades para hacer frente a sus obligaciones si no cambian radicalmente sus políticas. La presión no va a ceder. Los mercados financieros actúan como una jauría de lobos y, a la más mínima señal de debilidad, se abalanzan sobre su presa. El Gobierno ha dado repetidas muestras de incapacidad: sabe lo que tiene que hacer e incluso lo pone por escrito, pero su presidente es un rehén ideológico y ha decidido inmolarse, y con él a todos los españoles, en el altar de los sindicatos. Por evitar una posible huelga general que sólo entenderían sus convocantes nos arriesga a todos a una crisis de la deuda, a la quiebra fiscal del Estado y a una larga recesión.
Tres son las líneas de acción urgentes que habría que acometer: resolver el problema financiero, hacer sostenibles las cuentas públicas y modificar el funcionamiento del mercado de trabajo. En las tres, el Ejecutivo ha presentado propuestas tan insuficientes que ha sido peor el remedio que la enfermedad, ya que ha evidenciado internacionalmente sus limitaciones. Por eso España sigue siendo comparada con Grecia. Recuperar el funcionamiento normal del sistema bancario español exige acabar con los problemas que afectan a su balance y reducir el exceso de capacidad instalada en la industria.
El Gobierno ha optado por una estrategia gradualista y políticamente correcta que mantiene la presencia dominante del sector público autonómico en las entidades financieras. Lo menos que se puede decir del FROB es que no ha funcionado, que no ha servido para provocar la reestructuración ordenada de las Cajas de Ahorros. Se ha acabado el tiempo del voluntarismo. El Banco de España ha de actuar con energía y sin dilación, utilizando los mecanismos disponibles de regulación, supervisión e intervención. Supondrá un coste fiscal, bien lo saben nuestros acreedores, y por eso nos exigen un recorte de gasto adicional.
El problema del déficit público es estructural. Surge de considerar ingresos ordinarios lo que no eran sino fruto extraordinario de la burbuja inmobiliaria, y de embarcarse en una política de más gasto público, como si la restricción presupuestaria no existiese para un Gobierno con voluntad social. Hoy tenemos un déficit público que se estabilizará en el entorno del 10 por ciento del PIB y una dinámica explosiva de la deuda, más aún si incluimos los gastos derivados del saneamiento financiero y del envejecimiento de la población. No es posible rebajarlo sin reducir el tamaño de las Administraciones públicas, sin abandonar la filosofía de derechos ilimitados y gratuitos. Sin reflexionar seriamente sobre mecanismos de copago en sanidad, educación y servicios sociales, y sin repensar la estructura de competencias y de toma de decisiones de gasto en el Estado de las Autonomías.
Nuestros acreedores saben que con cuatro millones y medio de parados el país no es viable a medio plazo. Por eso nos exigen una reforma del mercado de trabajo, ya que nuestro Gobierno parece complacido en limitarse a subsidiar parados indefinidamente. Lo aprobado el pasado viernes estaría bien hace seis años; hoy urge legislar para acabar con la dualidad del mercado de trabajo mediante un contrato único, reformar la negociación colectiva para incentivar los convenios de empresa y modificar el sistema de prestaciones por desempleo para que sirva de estímulo a la búsqueda de trabajo y desincentive el paro de largo plazo. Ello supone reconocer que el Estatuto del Trabajador de 1980 está obsoleto y hay que cambiarlo.
En definitiva, recuperar la confianza internacional va a requerir bastante más que una campaña de imagen. El Gobierno está perdiendo el partido fuera: basta ver los diferenciales de deuda y, en casa, la encuesta del CIS. Ha generado una emergencia económica y parece creer que puede responder con vagas declaraciones de intenciones y vacuas apelaciones al diálogo social. Es demasiado tarde. Hacen falta decisiones valientes, aunque puedan resultar impopulares. Es a este Ejecutivo a quien compete liderar el país, señalar la dirección adecuada y comprometer su menguado capital político. Si no se considera dispuesto, que asuma su incapacidad y actúe responsablemente, adelantando elecciones. España es una gran nación con un futuro esperanzador, pero si no se adoptan medidas urgentes, lo peor puede estar por venir.
Los inversores internacionales han volcado su atención en los inmensos niveles de deuda pública acumulados como consecuencia de la estrategia fiscal de «barra libre» con que se respondió a la crisis financiera, y han concluido que algunos países, y singularmente España, tendrán serias dificultades para hacer frente a sus obligaciones si no cambian radicalmente sus políticas. La presión no va a ceder. Los mercados financieros actúan como una jauría de lobos y, a la más mínima señal de debilidad, se abalanzan sobre su presa. El Gobierno ha dado repetidas muestras de incapacidad: sabe lo que tiene que hacer e incluso lo pone por escrito, pero su presidente es un rehén ideológico y ha decidido inmolarse, y con él a todos los españoles, en el altar de los sindicatos. Por evitar una posible huelga general que sólo entenderían sus convocantes nos arriesga a todos a una crisis de la deuda, a la quiebra fiscal del Estado y a una larga recesión.
Tres son las líneas de acción urgentes que habría que acometer: resolver el problema financiero, hacer sostenibles las cuentas públicas y modificar el funcionamiento del mercado de trabajo. En las tres, el Ejecutivo ha presentado propuestas tan insuficientes que ha sido peor el remedio que la enfermedad, ya que ha evidenciado internacionalmente sus limitaciones. Por eso España sigue siendo comparada con Grecia. Recuperar el funcionamiento normal del sistema bancario español exige acabar con los problemas que afectan a su balance y reducir el exceso de capacidad instalada en la industria.
El Gobierno ha optado por una estrategia gradualista y políticamente correcta que mantiene la presencia dominante del sector público autonómico en las entidades financieras. Lo menos que se puede decir del FROB es que no ha funcionado, que no ha servido para provocar la reestructuración ordenada de las Cajas de Ahorros. Se ha acabado el tiempo del voluntarismo. El Banco de España ha de actuar con energía y sin dilación, utilizando los mecanismos disponibles de regulación, supervisión e intervención. Supondrá un coste fiscal, bien lo saben nuestros acreedores, y por eso nos exigen un recorte de gasto adicional.
El problema del déficit público es estructural. Surge de considerar ingresos ordinarios lo que no eran sino fruto extraordinario de la burbuja inmobiliaria, y de embarcarse en una política de más gasto público, como si la restricción presupuestaria no existiese para un Gobierno con voluntad social. Hoy tenemos un déficit público que se estabilizará en el entorno del 10 por ciento del PIB y una dinámica explosiva de la deuda, más aún si incluimos los gastos derivados del saneamiento financiero y del envejecimiento de la población. No es posible rebajarlo sin reducir el tamaño de las Administraciones públicas, sin abandonar la filosofía de derechos ilimitados y gratuitos. Sin reflexionar seriamente sobre mecanismos de copago en sanidad, educación y servicios sociales, y sin repensar la estructura de competencias y de toma de decisiones de gasto en el Estado de las Autonomías.
Nuestros acreedores saben que con cuatro millones y medio de parados el país no es viable a medio plazo. Por eso nos exigen una reforma del mercado de trabajo, ya que nuestro Gobierno parece complacido en limitarse a subsidiar parados indefinidamente. Lo aprobado el pasado viernes estaría bien hace seis años; hoy urge legislar para acabar con la dualidad del mercado de trabajo mediante un contrato único, reformar la negociación colectiva para incentivar los convenios de empresa y modificar el sistema de prestaciones por desempleo para que sirva de estímulo a la búsqueda de trabajo y desincentive el paro de largo plazo. Ello supone reconocer que el Estatuto del Trabajador de 1980 está obsoleto y hay que cambiarlo.
En definitiva, recuperar la confianza internacional va a requerir bastante más que una campaña de imagen. El Gobierno está perdiendo el partido fuera: basta ver los diferenciales de deuda y, en casa, la encuesta del CIS. Ha generado una emergencia económica y parece creer que puede responder con vagas declaraciones de intenciones y vacuas apelaciones al diálogo social. Es demasiado tarde. Hacen falta decisiones valientes, aunque puedan resultar impopulares. Es a este Ejecutivo a quien compete liderar el país, señalar la dirección adecuada y comprometer su menguado capital político. Si no se considera dispuesto, que asuma su incapacidad y actúe responsablemente, adelantando elecciones. España es una gran nación con un futuro esperanzador, pero si no se adoptan medidas urgentes, lo peor puede estar por venir.
Editorial ABC
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